lunes, 19 de junio de 2017

"Un modelo de neoesclavismo liberal que es la verdadera lacra de la cultura"

Motivado por el artículo de Luciano Saliche (subido a este blog el viernes 16 de junio pasado), Andrés Ehrenhaus –que, a no olvidarlo, además de traductor es un excelente narrador, con varios libros publicados y mal distribuidos, que vale la pena conseguir– se dedica en esta entrada a reflexionar sobre los intereses superpuestos de editores, autores, traductores y correctores.

El tamaño de mis derechos

Vaya como preámbulo que, profesionalmente hablando, soy o me considero, en este orden, traductor, autor, editor, corrector y le da en el poste para que no sea librero. Hablo, en esta ocasión, como autor pero echando mano de la experiencia común acumulada en todos esos planos, a menudo interpuestos y solapados, del sector del libro. Podría extender mi argumento ontológico todavía más allá: puesto a ser cosas, soy también hijo de un minusculérrimo editor que, en los albores del misticismo sesentista, fundó (y fundió poco después) la editorial Mundonuevo. No digo esto para darme lustre sino porque creo que calzar o haber calzado los zapatos del otro siempre ayuda a entender por qué y para qué lado renguea(mos). De entrada –y sobre todo en lo que respecta al valor que se le otorga o supone a las obras– digamos que existe poca o ninguna divergencia entre los editores (ya se trate de grandes conglomerados, prósperas editoriales medianas o pequeños editores a pulmón) y libreros frente a la inefable variedad de opiniones del sector autoral, incluyendo aquí por supuesto a los traductores y al escalafón aún más desprotegido y diezmado de los correctores. La razón es simple: las editoriales y librerías son empresas ante todo y se inscriben claramente en la lógica del mercado, mientras que los autores y demás generadores de contenidos son en parte trabajadores intelectuales y en parte artistas, y su lógica es tan confusa y varipointa como la inestable proporción de esas partes.

De donde se desprende una evidencia. Si queremos que el debate acerca del valor real de las obras (es decir, el valor del trabajo –o, mejor, del trabajo intelectual + la mano de obra– de esos híbridos de obrero y artista que somos los autores) tenga una incidencia concreta en la conciencia de todos los actores de la industria del libro y se derive en una regulación (natural o legal, pero siempre coherente) que garantice la pervivencia de los generadores de contenidos, no solo tendremos que tratar de convencer a los empresarios y ofrecer argumentos sólidos que no escapen a su lógica económica sino también ­–y quizás antes– a los propios autores, que no saben bien a qué lógica adscribir. Cuando digo empresarios me refiero a todos pero, en especial, a los bienpensantes, a los editores y libreros vocacionales, a los que defienden, casi (o sin casi) a expensas de su propio bolsillo la cultura del libro y la lectura y, por consiguiente, la buena literatura.

Sin duda, lo primero que tiene que saber un autor es que desde el instante en que decide poner en circulación su obra la está convirtiendo, al menos en parte, en mercancía. No querer aceptar esto es, hoy por hoy, no ya un rasgo de inocencia sino de sinuosa ingenuidad. El editor y el librero lo saben pero no lo explicitan hasta el final y bajo presión. En su fuero íntimo, es decir, en su contabilidad diaria, lo tienen en cuenta desde el primer momento y calculan el impacto de esa parte mercantil de la obra en todo el proceso de su explotación. Porque, ¿cuál es el objetivo de una empresa? Ganar dinero. En el caso del editor, fabricando objetos para venderlos al mayor; en el caso del librero, vendiendo esos objetos al menudeo. Da igual que esos objetos sean libros, pilares simbólicos de la cultura universal: a la hora de hacer cuentas, tienen un costo y una plusvalía, y si no arrojan beneficios suficientes, la empresa se funde. ¿Y cuál es el objetivo del autor? Ah, amigos, eso es justamente lo que no está tan claro. ¿Quiere vivir de su trabajo como cualquier otro hijo de vecino o le basta con la sensación metafísica de que su obra trascenderá su muerte por inanición?

Porque ahí está la madre de dorrego. El autor trabaja duramente para conseguir que su obra reúna las condiciones mínimas necesarias para ser algo más que un texto plano y carente de interés literario. Pone horas de sudor en cada página, más horas de sudor que gramos de inspiración. Pero incluso aunque solo pusiera genio, aunque fuera un iluminado capaz de escribir como los dioses sin perlarse la frente demasiado, la escritura igual le llevaría tiempo y esfuerzo (intelectual, mental, integral, o como se le quiera llamar), un tiempo y un esfuerzo que para el editor, el distribuidor, el librero y también para el usuario o lector se contabilizan, de manera más diáfana cuando son propios y no ajenos, en dinero. ¿Por qué, entonces, ha de resultarle sucio ese dinero al autor y solo al autor? ¿Qué kryptonita lleva dentro el dinero para que los supermanes de la literatura le teman tanto? Por un lado, la vergüenza o la culpa de desearlo. Al autor ese dinero quizás le de asco pero sin duda no solo lo anhela sino que le hace falta. Para vivir. O sea, para vivir de su trabajo. Como vive el taxista del taxi, el empleado del empleo, el profesor de la docencia. Por otro lado, el temor de que ese anhelo –y no la inspiración etérea– sea el verdadero motor de su arte. El autor teme que el interés económico sea la cadena que lo sujete al tártaro –o al mercado– y no el medio para comprar las herramientas con las que romper esa cadena. Lumpenizado se siente más libre. Prefiere morir de hambre que envenenado por la kryptonita. Es decir, seguirá poniendo su trabajo y su esfuerzo al servicio del enriquecimiento de otros antes que asumir su lugar real en la estructura económica a la que ni siquiera lumpenizándose podrá escapar.

Gracias a este dilema prefeudal del autor (el dinero es sucio, yo me debo al arte, etc.), el empresario puede aplicar su discurso neocapitalista con la eficacia de un trueno. El doble rasero moral no lo impone la industria cultural, ya viene de la mano de los propios lumpenizados, como un hijo bífido. El editor solo tiene que apretarle las tuercas: el negocio del libro es difícil, los márgenes son estrechos, apenas se gana nada, todo se lo lleva el distribuidor, o el librero, o los costos fijos, o los impuestos, yo me juego entero con cada apuesta nueva, si la editorial pierde perdemos todos y ustedes los autores los primeros, etc. El discurso encaja a la perfección en la nebulosa ética del autor, más aún si es novel y su primera obra le tiembla en las manos. Cada argumento del editor, que es un joven emprendedor lleno de sueños y buenas intenciones, reverdece la kryptonita y convence más aún al autor de que la industria editorial colapsaría si los autores tuvieran la osadía de querer cobrar por su trabajo. Gracias que alguien se lo publica. O sea, gracias. Gracias.

Pero apliquemos la lógica inversa. A esta altura estamos de acuerdo, imagino, en que una editorial, una librería, son empresas, negocios, y que su salud y pervivencia depende de los beneficios que extraigan de la actividad que desarrollan. Como el tamaño sí que importa y no es lo mismo un gran conglomerado editorial que un sello de una sola persona, digamos que una gran editrial es un negocio grande y una editorial pequeña es un pequeño negocio –o minúsculo, si se quiere. Con su minúscula contabilidad, su minúsculo trajín, su minúsculo rendimiento, pero negocio al fin. Ruinoso… tal vez. Pero negocio. Nadie ha obligado al minúsculo editor a dedicar su tiempo, esfuerzo y dinero al miserable e improductivo negocio de la edición.

El pequeño editor suele ser lo que se dice vocacional: siente el llamado del libro, quiere aportar algo nuevo a una industria cultural caduca y mezquina, tiene proyectos innovadores, ideas frescas, una concepción del negocio menos sujeta –quiere creer– a los beneficios inmediatos que al bien simbólico que su labor genera. Para eso necesita savia nueva, gente, autores que compartan su visión de la literatura, que estén dispuestos a apostar, como él, antes por proyectos culturalmente coherentes que por inversiones defensivas y seguras. Autores que entiendan de la enorme dificultad del negocio del libro, de la estrechez de los márgenes, etc., etc, y que entiendan que su minúsculo negocio vocacional e innovador no podría soportar el costo de tener que pagarles, pero que a cambio los tratará bien, como si fueran de la familia, como si el negocio fuera también de ellos, aunque no los beneficios, por supuesto, porque eso equivaldría a la ruina, etc., y nadie quiere que eso suceda, todos estamos juntos en este barco, etc., etc., y el arte y la cultura están en juego, sobre todo en estos tiempos de salvajismo neoliberal.

El autor acepta el reto encantado. ¿De qué vivirá mientras tanto? Eso es harina de otro costal. No puede agobiar al pobre pequeño, minúsculo incluso, editor vocacional con sus miserias personales. Rimémber: la kryptonita acecha, el dinero acaba con la inspiración. Vivirá… de instalar baños. Ahí no hay un futuro de gloria quizás pero al menos sí un presente de porotos en la olla. O eso cree él. Aprende el oficio (dedicándole tiempo y esfuerzo) y al tiempo consigue su primer cliente. Va a la casa. Es un departamento lindo pero modesto, decorado con buen gusto, lleno de libros y macetas con plantas de interior. Hasta hay uno o dos gatos. Sin embargo, lo que más le llama la atención al neoplomero obligado es la cantidad y, sobre todo, la calidad de los libros que ocupan paredes, rincones, repisas, mesas. El cliente es un tipo joven, simpático, agradable, educado, conversador. Le ofrece un té, o un café, o quizás un mate, y se ponen a charlar un poco de todo pero más que nada del baño, que es el motivo de la ocasión. El baño no está mal del todo, es chico pero funcional –o digamos que funciona– y lo más grave que tiene es que desentona con el estilo de la casa. Es un baño insípido, oscuro, triste incluso. Y el cliente quiera algo luminoso y de onda, dentro de lo que cabe. Así que se ponen más o menos de acuerdo en cuanto a los materiales (que no sean caros ni los mejores, le pide el cliente, pero dignos, modernos si cupiere) y los tiempos y ahí mismos, relajados y mateando, hacen números. Aproximados, pero números al fin y al cabo.

El presupuesto, que el neoplomero, sufrido y sufridor donde los haya (no en vano es autor, o lo era), apretó todo lo que pudo, provoca en el cliente una serie de muecas de contrariedad y fruncimientos de ceño. Hum, dice, esto para mí es demasiado. Entiendo que haya que pagar los materiales, el transporte, etc., porque de eso no se escapa nadie… Fijate, le dice en un repentino improntu de sinceramiento, yo estoy más o menos en la misma, entendés, yo también estoy atado a la cadena implacable de los costos tangibles, ahí no hay quien zafe, el papel, la imprenta, la luz, internet… porque yo soy editor, sabés, capaz que te diste cuenta por la cantidad de libros; pequeño, modestísimo, pero voy tirando como puedo, y entiendo que hay cosas del presupuesto que son inamovibles, pero otras, cómo te voy a decir, hay otras partidas o conceptos que son mucho más variables, flexibles, entendés, y vos lo sabés bien, porque ahí, en ese presupuesto a grosso modo que hiciste, está el margen que vos le sacás a tu laburo y, no sé, creo que es exagerado, máxime porque no entendiste, quizás, la idea, el planteo que hay detrás de todo esto, porque yo te estoy dando total libertad para que rehagas el baño a tu manera, para que actúes con total libertad, como si fueras un artista y no un simple plomero, un trabajador que asciende a un plano superior de creación y de libertad que, en cualquier otra casa, sería impensable, entendés, y acá, en cambio, podés dejar tu firma, que también te serviría de promoción, porque yo le diría a todos que el baño es obra tuya, que sos un crack, un genio, el leonardo de los plomeros y azulejistas, y eso a vos te conviene mucho más, en todos los planos, ojo: no solo para tu orgullo personal sino, a la larga, para tu negocio, que sacarme a mí unos mangos de más, cuando podríamos entendernos porque ya veo que vos sos un tipo sensible, la cacé de entrada, con vos se puede charlar, no como con los otros plomeros que vinieron y no entendieron nada, viste. Lo que te propongo es un poco como lo que yo hago con mis autores, los nóveles sobre todo, que entienden que hay que compartir el riesgo de la apuesta si todos queremos que esto flote y no se hunda, me entendés.

El neoplomero, que lo estuvo escuchando con atención, le da una última chupada al mate y se lo devuelve. Está frío y lavado, dice. Es interesante lo que contás, sigue, porque yo antes era autor, escribía relatos breves, novelas cortas, conseguí que me publicaran alguna cosa, sin pagarme, por supuesto. Ni adelanto ni regalías, nada. Todo con la mejor onda, eso sí. Pero guita, nada de nada. Por eso me hice plomero, azulejista, instalador de baños, de aire acondicionado, lo que sea. Y vos sos mi primer cliente. Pero el que no entendió nada sos vos. Si no podés pagarte un baño nuevo, bancate el que tenés. Nadie te lo va a hacer gratis, ni siquiera tu mejor amigo o tu papá. Y yo menos. Cuando puedas pagar todo, incluyendo mis horas de trabajo y mi formación, por ahí te lo hago. Y otra cosa: si no podés pagar el trabajo de tus autores, no pongas una editorial. Una editorial es una empresa y vos como empresario sos un desastre: querés sacar beneficios de un modelo de neoesclavismo liberal que es la verdadera lacra de la cultura. Sos capaz de agachar el lomo frente a las imposiciones de las multinacionales de la comunicación, que te meten doblado el precio del hardware, el software, la conexión, la electricidad, etc., sin siquiera darte cuenta de tu obsecuencia y no dudás en extraerle hasta la última gota de plusvalía al que te hace editor: el autor. Si no hubiera obras, ¿qué publicarías?

Se puede vivir sin literatura, así que se puede vivir perfectamente sin edición. Sin baño es más difícil, ¿cierto? Por eso tarde o temprano vas a acabar pagándole al plomero la factura y al autor, en cambio, vas a tratar de seguir recortándole el tamaño de sus derechos. Sobre todo si le tiene pánico a la kryptonita y acepta sin pestañear el doble discurso de la mercancía.

3 comentarios:

  1. Excelente artículo. La plomería no me va, pero podría incursionar en mantenimiento de jardines o viandas para bajar de peso.

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  2. En el penúltimo párrafo, sobra un verbo "sos" en la oración que comienza "Una editorial es una empresa, y vos...". Ese primer "sos" es el que sobra.

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  3. Gracias por la corrección. El texto ya fue modificado.

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